martes, 27 de noviembre de 2007

Los cantos de Maldoror

Yo también leí los Cantos de Maldoror en mi adolescencia. Me dejó una trepidante sensación de no lectura que me dura hasta hoy en día, lo cual no deja de otorgarle cierto mérito al autor. Y, curiosamente, ayer mismo lo quemé, o, más bien, se me quemó. Resulta que no tenía nada en la nevera excepto unas lonchas de queso que se habían puesto duras y estaban enganchadas unas con otras. Me recordó a las páginas del libro, pegadas entre sí ya el día en que lo leí con las manos. Decidí rebanarlo por en medio con un cuchillo jamonero, meter las lonchas dentro y hornearlo sobre un pradillo de cebolletas picadas. Pero una súbita aparición de San Isidore Ducasse me condujo a la ventana a ver la luna llena y, cuando sentí el olor a quemado, ya era tarde. Pero había hambre. Pude rescatar algo de queso y, al ingerirlo con cierto asco, noté el sabor del plan B que meses antes se me había traslonchado. Un plan B siempre sabe amargo, necesitaba un plan C, "c" de carbonizado. Cogí los restos carbonizados del libro y, para ahuyentar a los santos, sobre una cartulina roja dibujé las encías del animal que un día me devorará, lo rocié con mermelada de fresa y lo colgué con celo sobre la pantalla del televisor. Ya sé que no es especialmente transportable, pero no pretendo llevarlo a ninguna sala de exposiciones, de momento. Veremos qué aspecto tiene cuando se seque, si convencional, tradicional o, sencillamente, diferente. En cualquier caso, nunca será tan bello como algo extraño que hay en ti, oscuro como un mar nocturno iluminado que quienes somos un encanto debemos limitarnos a imaginar desde la distancia.
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Por muy egipcio que sea, ¿no tiene cara de llamarse Maldoror?

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